jueves, 22 de abril de 2010

El hombre del almuerzo

Estaba en ese restaurante de mala muerte, oliendo la soledad de la hora de almuerzo. Levanté la mirada y vi a un hombre joven, Da Vinci hubiese dicho que su estética era perfecta.
Me sonrojé, no pude verlo a los ojos, por miedo a que el amor se me escapara de la mirada.
Se sentó muy cerca de mí, casi pude sentir su olor, su aroma a hombre que en ese momento encandilaba mi frío almuerzo.
Pensé en hablarle, mis pulsaciones se aceleraron, descubrí que era un cobarde, “no puedo ir a hablarle”, “no tengo el coraje” me dije.
Seguí con mi comida y la compañía de la silla vacía, lo miré a los ojos, me sonrió, quise decir “hola”, quise quedarme junto a su cuerpo, compartir, o sólo mirarlo fijamente a los ojos. Su mirada se perdió, no la pude encontrar más.
Mis alimentos se enfriaron y con su partida de aquel lugar oscuro y pequeño se fue mi ilusión, esa idea del amor, a primera vista, en el primer plato, sin postre y sin regreso.

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