miércoles, 28 de abril de 2010

Existo y luego molesto.

Y miré a todos mis compañeros de micro. Alumnos de ese chofer y el tío auxiliar, que cobra el pasaje siempre con esa mirada excluyente: “pendejo culiao” te dice o “córrete más, sapo culiao”, comunican sus párpados analfabetos.
Como si nos tuvieran una fobia gratuita, jóvenes, que tanto nos sacamos la cresta por hacer algo con nuestra mente, para hacer algo más que tomarnos esa promo de ron con vasos o fumarnos ese pito que tanto nos adorna la tarde.
En el mismo bus, colegiado, sube un nuevo alumno. Hediondo por su estadía en el hotel cero estrellas de la calle no sé adonde. O cuando pernoctó cerca del hospital esperando despertar y pillar a alguna vieja cagá que le tirase una gamba.
El Tío quiere echarlo abajo. Los compas ríen, otros, se miran con cara de asco, advirtiendo y alucinando con el vómito que se viene, si este hueón no se baja de la micro.
Un señor de terno le da la espalda. Un travestido viejo de mierda que pretende ser gente con un traje de dos piezas. Se baja. No sé si éste es su Opus-domicilio o si el hediondo compañero lo espantó del micro bus hostil.

Susto inamistoso, o risas de mariconadas.

Cuando no quise hablarle.
No quiso decir ni un sólo chasquido mi hocico chupón. Esa risa prostibular de sus amigos me incomodó, a tal en-verga-dura que no quise verlo al siguiente día. A ver si podía olvidar el risueño gesto molesto de la loca pop-del siglo XXI. Su adornado amigo que me despidió con risitas maracas de chismeo homosexual barato.
“Lo que aguanta uno cuando te gusta un mino” pensé. A ver si podemos vivir la idealidad amorosa, eréctil, amorólica y estable. Ésa es mi utopía.

jueves, 22 de abril de 2010

El hombre del almuerzo

Estaba en ese restaurante de mala muerte, oliendo la soledad de la hora de almuerzo. Levanté la mirada y vi a un hombre joven, Da Vinci hubiese dicho que su estética era perfecta.
Me sonrojé, no pude verlo a los ojos, por miedo a que el amor se me escapara de la mirada.
Se sentó muy cerca de mí, casi pude sentir su olor, su aroma a hombre que en ese momento encandilaba mi frío almuerzo.
Pensé en hablarle, mis pulsaciones se aceleraron, descubrí que era un cobarde, “no puedo ir a hablarle”, “no tengo el coraje” me dije.
Seguí con mi comida y la compañía de la silla vacía, lo miré a los ojos, me sonrió, quise decir “hola”, quise quedarme junto a su cuerpo, compartir, o sólo mirarlo fijamente a los ojos. Su mirada se perdió, no la pude encontrar más.
Mis alimentos se enfriaron y con su partida de aquel lugar oscuro y pequeño se fue mi ilusión, esa idea del amor, a primera vista, en el primer plato, sin postre y sin regreso.