El título de esta crónica es lo único rescatable –a mi juicio- de las frases de Fernando Villegas, sociólogo, quien hace semanas atrás se refiriese con estos dos grafemas al fenómeno de los encapuchados en las protestas sociales.
Pese a la promulgación de la ley antidiscriminación, el travesti es el mismo, al homosexual se le sigue llamando maricón, y el vecino peruano permanece en su escalón de raza inferior, al que sólo se le da trabajo en labores domésticas. El travestismo en el siglo XXI se presenta como un accionar incluso terrorista, que trasciende todas las reglas de la biología para imponer de cejas delineadas y faldas cortas una idea, una fuerza y una convicción que se materializa de tacoalto y pelucas. Es la misma expresión, no genérica, sino que transpolítica la que se refleja en las calles de las urbes nacionales. El encapuchado no viene a esconderse, así como el travesti tampoco quiere borrar el Jorge del carnet de identidad, sólo viene a disfrazarse de complaciente para pasar desapercibido ante el ojo opresor que a punta de represión, discrimina, encarcela y tortura. Como leí en un stencil de las calles de Concepción, en donde la imagen del Ministro Hinzpeter aparecía a lo Hitler pero en caricatura: “el delito que persigo es la libertad”. Ni el travesti puede vivir su género libremente, a sabiendas de una sociedad reprimida moralmente. Como tampoco el “capucha” puede andar a rostro descubierto por los andares violentos de la resistencia callejera.

¿Pero, a ellos quién los detiene?
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