viernes, 13 de agosto de 2010

Doce

El amor en la niñez es como un resfrío que nos toma por sorpresa en medio de una estación aburrida. Suponemos un sentimiento idealizado y eterno.
Jesús, a sus doce años nunca esperó enamorarse, o por lo menos eso él creía, porque cuando necesitas, sueñas y quieres a alguien, ¿eso es amar no?

Entonces, fue a clases como cualquier día normal, lo único "anormal" era la flor que guardaba en su mochila, recogida de su propio jardín, y el ánimo amoroso con el que concurría a la escuela.
En la clase de lenguaje decidió que era el momento. Tocó la campana de esa escuela rural y él sin titubear, melosamente entregó su flor, perfectamente guardada, perfectamente olorosa, de color violeta, con hojas blancas, y acompañada de una sonrisa que comunicó un: te amo.
José, su mejor amigo y de la misma edad jamás imaginó tal desorden, tal caos ante sus ojos preadolescentes. Jamás podría amarlo, a sus pajeros doce años había tenido sueños e imaginaciones con su amigo Jesús, pero nunca pensó en tal acto de amor.
Se levantó de su pupitre y sin pensarlo, votó la amorólica flor al suelo, y con un gesto de ira sacó a Jesús de su camino y salió de la sala a ventilar sus sentimientos confusos.
Doce años, doce cumpleaños juntos, quizás doce abrazos apretados entre los mejores amigos de una niñez ahora inconclusa.
Jesús llegó a su casa, y llorando… idealizando con su amor, gritando adentro de su alma por un beso de "su José"… escribió desesperado…

Fuegos de azar, amor perdido
Yo soy quien te aventaja en cada muerte
Porque soy espejo
Porque soy rincón, el mundo tiene esquinas
Porque abro en cada pétalo un perfume
Y tú no puedes ser sino la rosa…

domingo, 1 de agosto de 2010

Crónica Utópica I

Eduardo, en su lecho de muerte recordó ferviente los latidos acelerados de su corazón proleta, esos latidos que jamás volverán a pasar por su íntima bóveda de amor.
Antes de su último respiro recordó con nostalgia aquellos años y meses mozos en los que la felicidad adornó su cotidianeidad. Él, ya no estaba, pero sin duda ni la muerte ni el olvido pasarán por alto el imborrable destello del amor vivido.

Ante la situación agonizante, fue imposible recordar todo desde el primer momento…

Entonces, Eduardo, percibió el día distinto, la salida de la Universidad parecía conspirar una tarde sorpresiva ante el escenario urbano de ese paisaje de cemento. Antes de cruzar la calle como señorita bien educada, miró hacia ambos lados y levantó sus pies delicados como cual bailarina clásica emite un paso de finura noble ante la sociedad callejera.

Y en esa esquina, tras cuatro pasos apurados, vio por primera vez lo que nunca esperó encontrar. Acarreando la pala y trabajando casi sonriente bajo el sol de aquella tarde, estaba un joven cubierto sólo por el overol laboral que tapaba de glamour tosco su trabajo sencillo. Eduardo quedó atónito, su adicción a la testosterona no perdonó ni escatimó en moralidades, y simplemente cedió, ante el placer de mirar a aquél hombre de la calle, trabajador sudado, joven, hermoso pero no perfecto, pero si tan masculino que sus tapujos y filtros debieron quedar estancados en la esquina anterior.
Lo vio, lo observó… Y su mirada era cristalina como el mar en las tardes de invierno. Con un tono nostálgico que adornaba su mirada de macho. Con una pupila perfecta. Unas pestañas negras con una curva casi maquillada y tan masculinas como su dueño. Y con unos ojos que reflejaban su personalidad, la difundían. Lo delataban.
Ante su mirada sencilla y sus ojos café-cotidiano Eduardo se dijo: “él es a quien quiero amar".
Continuará...